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sábado, 12 de enero de 2008

Siniestro Woody

La acción transcurre como en una película de Woody Allen, pero permutando la cena en Manhattan por un restaurante de moda en el distrito de Moncloa (Madrid); porque el éxito de Allen, asegura Brenda, se fundamenta en la capacidad del cineasta para detectar y retratar el inconsciente de la sociedad capitalista postindustrial:

—Quiero decir —mientras trincha la lubina y la corta a ritmo de Bill Evans— que a lo largo de mis años como periodista, si algo he aprendido es que los intereses del ser humano se reducen a las secciones de estilo, tendencias y viajes del New York Times. ¿Qué es lo que quiere la gente? Bien, la gente quiere ser cosmopolita; conocer el corazón de Europa y empaparse de su cultura milenaria pero también de pueblos asiáticos y africanos. Quiere escuchar jazz y comer en sitios como este; elegir su ropero en El Corte Inglés y de vez en cuando sorprender a su amante con lencería erótica y una gargantilla de oro. Ver cine de autor pero también Hollywood y efectos especiales; conducir, al menos una vez en la vida, un Jaguar, un Porsche o un Ferrari. En fin, eso es lo que hay que darle al espectador: cosas que le hagan pensar.

—¿Quieres decir que un reportaje de ocio hace pensar al populacho?

—No, a lo que yo me refiero es que mientras el vulgo piensa en como pagarse el viaje que nosotros le metemos por los ojos en ese reportaje del que tú hablas, el telespectador con una buena billetera no piensa; actúa.

Sus contertulios ríen el ingenio de Brenda, tímidamente lo aplauden; el camarero, sonriente también, se inclina sobre la mesa y llena las copas con un buen vino blanco. Brenda concluye la broma:

—En efecto, tal como nos quieren hacer ver los activistas de izquierda, existe un leve matiz que distingue al rico y al pobre; y ese matiz es su actividad intelectual. Al rico no le hace falta.

—Pues si algo he aprendido yo como publicista —dice Carl—, y en eso nos habéis plagiado los periodistas, es que la mejor forma de dirigirse a la juventud es como si fueses a venderles unas jodidas zapatillas. Ellos son así; no distinguen ya entre noticias buenas y malas, solo entre el divertido y ameno discurso publicitario y el sermón moralizante. De hecho, yo ya tengo pensado el eslogan con el que me voy a dirigir a mi hijo cuando me divorcie de Mary —y coge la copa por el pie, da un sorbo al vino y, saboreándolo, se enjuaga la boca.

Se hace un silencio que se ocupa de llenar la escobilla de la batería y una línea de bajo.

—¿Tan mal estás con tu mujer, Carl? —pregunta Simon enarcando las cejas.

—La semana próxima me largo a París con Mónica, la becaria. Os podéis imaginar la ilusión que le hace. París… —dice Carl, fijando una mirada soñadora en la lámina de El Beso, de Klimt— un hombre maduro, con efectivo… sábanas de raso… cruasanes y zumo de naranja en la habitación del hotel para desayunar… Ay, quién tuviera veinte años, ¿no?

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